Escribía George Soros en 1997 que la construcción de una sociedad abierta global y viable requería abandonar el laissez-faire que el neoconservadurismo había recuperado del cajón de la Historia. Lo decía, ya ven, un multimillonario de Wall Street que en un solo día de vorágine especulativa sacó a la libra esterlina del Sistema Monetario Internacional a mediados de los noventa. Lo decíamos muchos más entonces desde otras posiciones vitales e ideológicas. Y hoy son pocos los que admiten, al menos en público, que la desregulación a ultranza y la falta de controles democráticos sobre la economía favorezcan el interés general.
Precisamente, la crisis global que sufrimos parece poner fin a la versión neocons del liberalismo basado en el Consenso de Washington y en la supremacía de la economía financiera sobre la economía real. Francis Fukuyama, uno de los ahormadores ideológicos del reaganismo, reconocía hace pocas semanas que, efectivamente, ese modelo nacido en los ochenta bajo los auspicios de los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher era el problema y no la solución, convertido en religión de dogmas pretendidamente incuestionables.
En 2008 ha estallado una ficción sangrante: la economía financiera representaba a comienzos de este año cinco veces la economía real. Diversos factores han convergido para provocar el colapso del festín especulativo, debilitando dramáticamente la capacidad de inversión, consumo y creación de empleo de nuestras economías. Este año hemos visto cómo el barril de petróleo alcanzaba los 150 euros (el triple que a comienzos de 2007); cómo subía inusitadamente el precio de las materias primas alimenticias; cómo se colapsaban las subprimes norteamericanas arrastrando al sistema crediticio mundial al abismo; o cómo se constreñía virulentamente el mercado inmobiliario. Y todo ello ocurría en un mundo en el que nuevos actores económicos empujan con fuerza desde Pekín, Nueva Delhi o Brasilia.
La crisis global de 2008 supone, estoy convencido, el comienzo del siglo XXI económico, del mismo modo que el 11-S abrió la nueva centuria en lo político. Es tiempo ya de embalsar las aguas turbulentas de estas últimas décadas, de depurarlas, de aprovechar lo positivo y de replantear nuevas fórmulas para hacerlas transparentes en beneficio de todos. Hace falta confianza, imaginación y convicción para orientar los enormes recursos de que disponemos en ese sentido y superar la mayor crisis económica mundial de las últimas décadas.
Por ello es decisivo el proceso que se inicia este fin de semana en Washington. Y por ello el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha trabajado duramente para estar allí con voz y con voto. Sabemos que esto no es el fin sino el comienzo de la búsqueda de soluciones que nos garanticen estabilidad y seguridad para el futuro.
El Gobierno de España viene actuando con decisión para atajar los efectos perversos de la crisis. Con dos objetivos fundamentales: ayudar a las familias y a las empresas a transitar con las menores dificultades posibles este tiempo convulso; y preparar al país para retomar la senda de la prosperidad con vigor, con un nuevo paradigma de crecimiento basado en más productividad, más eficiencia, más solidaridad, más sostenibilidad y más transparencia. Los Presupuestos Generales de 2009 abundan en esa línea de garantías de derechos y cambio de modelo.
Se han tomado, así, decisiones que suponen la inyección en la sociedad más de 40.000 millones de euros (más de seis millones y medio de las antiguas pesetas) desde la primavera mediante medidas fiscales y financieras. Paralelamente, y a pesar de la solvencia que una regulación ejemplar ha garantizado al sistema bancario español, el Gobierno ha dotado de mejores instrumentos al sistema para dar confianza, incrementar los recursos crediticios y aumentar el circulante que dinamice la economía productiva y alivie a las familias.
A pesar de lo que algunos denuncian, estas medidas han sido tomadas de forma progresiva atendiendo a la diagnosis de cada momento. Se ha hecho lo debido en cada fase de la crisis, de acuerdo con el ritmo que han seguido nuestros socios europeos y los organismos internacionales. Y se ha hecho, no debemos olvidarlo, en el marco de nuestros consensos básicos respecto de nuestra economía de mercado.
Hay que seguir trabajando intensamente, no obstante. El Gobierno lo sabe. Los miles de ciudadanos y ciudadanas que acuden a las dependencias del Servicio Valenciano de Empleo en busca de trabajo nos lo recuerdan cada día. Es la cara más dura e inaceptable de la crisis. Aquí, en nuestra tierra, lo sabemos bien. El paro se ha duplicado en pocos meses. Nuestras empresas tienen dificultades para cuadrar sus cuentas.
Pero tenemos capacidad y fortaleza para superar este momento difícil. Las administraciones públicas y los agentes sociales y económicos tenemos la responsabilidad de imaginar formas nuevas y diversas de generar riqueza, de encontrar nuevos yacimientos de empleo, de consolidar la capacidad y la creatividad de nuestros emprendedores y de dotar de las infraestructuras necesarias para garantizar nuestro desarrollo. El sistema productivo castellonense es potente y dinámico, pero adolece de inconsistencias graves que deben ser abordadas de inmediato. Ahí debemos de estar todos.