Carlos Fabra se enfrenta a una petición de 13 años de cárcel, 15 de inhabilitación para empleo público y casi 2,7 millones de euros en conceptos de multa e indemnización a la Hacienda Pública. Eso es lo que va a pedir la Fiscalía en el juicio que comenzará la próxima semana y que sentará en el banquillo de acusados al padre de la familia gaviota castellonense. Anticorrupción da por probado, en su escrito de acusación, que quien fuera ciudadano ejemplar para Mariano Rajoy y padrino político de Alberto Fabra cometió varios delitos fiscales, de cohecho y de tráfico de influencias en los asuntos objeto de investigación. Casi 10 años después de presentada la denuncia inicial, superadas las mil y una tretas legales empleadas por la defensa y salvados los intentos de obstrucción con que algunos pretendieron minar el camino seguido por la instrucción judicial, Fabra deberá rendir cuentas ante la Justicia. Lo hará, bien es cierto, por unos hechos concretos, tasados, y que será respecto de ellos de los que se dictará veredicto de culpabilidad o inocencia en función de la capacidad probatoria de las acusaciones. Pero a nadie se le escapa que de lo que se hablará en sede judicial es del fabrismo, de ese modo torticero, prepotente, arbitrario y caciquil de entender la vida pública, esa losa totémica que asfixia durante décadas las relaciones sociales y políticas en las comarcas del norte valenciano. Una batalla más, sin duda muy relevante, en la larga lucha por la decencia pública en esta tierra. Se equivocan gravemente quienes creen que esto es una cuestión exclusivamente política. No. La oscuridad del presente y la turbidez del futuro que angustia a la gente de Castelló tiene mucho que ver con la vigencia del fabrismo en nuestra sociedad. Una batalla, muy importante, pero una más. El fabrismo sigue ahí, preservando la omertá para robarnos el futuro. No lo olvidemos.
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