Han pasado ya tantos años, tanto, tanto que a uno le parece haberlo vivido en otra vida. El 19 de agosto de 1990 se inició el golpe de Estado que acabó con la Unión Soviética. Un golpe involucionista fallido que acabó de facto con Gorbachov y abrió el paso a Boris Yeltsin. Fue el final de la agonía de la Perestroika que había fascinado al mundo en la segunda mitad de los 80s; el fracaso del último intento de apertura del modelo comunista soviético. Y el inicio de una transición alocada al capitalismo que condujo a la Rusia actual. He sentido siempre gran aprecio intelectual, politico y humano por Mijaíl Gorbachov y seguí con atención su recorrido al frente de la URSS y después. Compré durante aquellos años cuanto se publicaba y estaba a mi alcance sobre esa aventura que resultó, a la postre, fallida. Aún mantengo en la memoria aquellas imágenes de Yeltsin humillando al aún su presidente al día siguiente de abortar este golpe. Y otra, más grata, viendo a Gorbachov y a Raisa llegar al Palau de la Generalitat con Joan Lerma en la puerta del patio gótico a su encuentro durante su visita a España en aquellos años. Allí estábamos unos cuantos.
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