Publicado en Mediterráneo el 29 de mayo de 2010
Hace unas semanas, en el hospital Vall d'Hebron de Barcelona, se realizaba el primer trasplante total de cara del mundo. El equipo multidisciplinar dirigido por Joan Pere Barret abría un nuevo tiempo en la vida de un hombre jóven que padecía gravísimas deformaciones en su rostro. Era el decimoprimer trasplante facial de la historia; de los once, tres se han efectuado en España, en otros tantos hospitales públicos de Valencia, Sevilla y Barcelona.
Pocos días después, el pasado 19 de mayo, el Parlamento Europeo aprobaba una directiva sobre trasplantes inspirada en el modelo español. Esta norma europea, que deberá ser incorporada a las legislaciones nacionales de los países miembros de la Unión en el plazo de dos años, se ha elaborado partiendo de la ejemplar experiencia de gestión de trasplantes desarrollada en España desde 1990 y pretende salvar la vida de las 20.000 personas que mueren cada año en Europa por falta de órganos.
En las últimas décadas hemos sido capaces de situar nuestro sistema sanitario público en la vanguardia de la práctica médica mundial. Una conquista del conjunto de la sociedad española, impulsada por gobiernos de diverso signo y por las distintas Administraciones públicas y financiada con los impuestos de todos nosotros. Un esfuerzo de país. En la sanidad como en otros espacios de solidaridad, de creatividad y de generación de riqueza. En los últimos treinta años hemos protagonizado un proceso de modernización y desarrollo económico, político y social sin precedente en nuestra historia. Es razonable que sintamos, por ello, un sano orgullo colectivo que no puede ser diluido por la severidad de la crisis que padecemos.
Es incuestionable que atravesamos un momento enormemente difícil. Para España y para Europa. Un tiempo turbulento y confuso que amenaza con arrumbar el modelo de vida por el que tanto hemos trabajado las ciudadanas y los ciudadanos europeos durante tantas décadas. Legítimamente, nos sentimos orgullosos de nuestra sociedad del bienestar, de sus instrumentos de concertación y cohesión social. Del papel de Europa en el mundo como referencia de progreso para millones y millones de hombres y mujeres. Por ello, debemos actuar con determinación en la defensa y actualización de nuestra forma de vida.
Cuando concluya la crisis, el mundo no volverá a ser el mismo. Esta crisis no es un paréntesis que se cierre para volver al estado de cosas anterior. No. Así en España como en el conjunto de la Unión. Las tendencias que se fueron gestando desde los años 80 y 90 del siglo pasado se van a consolidar y la multipolaridad nos va a restar, a los europeos, centralidad en el nuevo tiempo.
Y ante ello caben tres actitudes. Seguir interpretando la misma música sin inmutarnos por lo que ocurre a nuestro alrededor, como los músicos de la recreación filmográfica del hundimiento del Titánic. O pretender introducir algunos cambios cosméticos para que todo siga igual en el fondo, como advierte don Fabrizzio di Salina, el viejo aristócrata siciliano que Giuseppe Tomasi di Lampedusa retratara en El gatopardo.
O afrontar con rigor, sensatez y serenidad la nueva realidad para preservar nuestro modelo de bienestar actualizando sus instrumentos de solidaridad, incrementando nuestra competitividad en el mundo, reforzando los mecanismos de concertación y gobierno de la Unión Europea, racionalizando el gasto público y renovando decididamente el pacto político entre las instituciones democráticas y la voluntad popular.
Vivimos un momento histórico. Emilio Ontiveros, en su conferencia en la UJI del pasado día 20, en el magnífico ciclo auspiciado por el ITC, dijo que “esta crisis ocupa la segunda posición en el podium de las grandes crisis que ha sufrido la Humanidad, sólo por detrás de la del 29”. España y Europa, nuestra forma de vivir y entender la ciudadanía, requieren de ese esfuerzo.