Intervención en la celebración del centenario del IES Ribalta. Castelló de la Plana, 14.01.2017
Hace 12 años, una tarde también de enero, en este mismo salón subí a esta tribuna para recordar con emoción la figura de Delfina Ramos, profesora de Geografía e Historia que fue durante décadas en este instituto. Me propusisteis, entonces, que hablara en nombre de tantos y tantos alumnos que tuvimos la fortuna de recibir sus enseñanzas. Os trasladé aquel día mi agradecimiento por permitirme participar de aquel acto de reconocimiento a Delfina y, con ella, a cuantos nos habían enseñado a aprender en este centro. Hoy, Paloma, os digo de nuevo gracias, muchas gracias por haberme encargado esta breve intervención junto a vosotras y vosotros. Es un honor inmenso acompañaros este 14 de enero, cien años después, para conmemorar la puesta en servicio del instituto hace ya un siglo.
Subiendo por la escalinata tras cruzar el vestíbulo sentía el escalofrío de una emoción muy íntima. Aquí viví, vivimos muchos el cambio en nuestros cuerpos, en nuestras voces, en nuestras miradas. Y en nuestra forma de relacionarnos con los otros, de entender la vida. Sí, fue aquí, en esta casa, en cada una de sus aulas, en sus patios, en sus pasillos, en la cantina. Es aquí, sí, y fuisteis y sois sus profesoras y sus profesores los que nos acompañasteis en ese transitar adolescente. Tiempo inolvidable, nombres inolvidables para mí. Algunos en las aulas, como Delfina, Ignacio Villalobos, Jaime Peris, Rosa Marti, Joan Francesc Mira, Rosa Ruiz, Manolo Vivó, Ana Revest, Fernando de Pablos, José Martí, Carmen Moliní, Benjamín Bonet, Pepe Aledón, Genoveva Boix... Otros fuera de ellas, como Don José Trullén, Ismael Sanjuán, Paco Esteve, Paco Blasco, Toni Gasco, Pepe Payá, Paco Mezquita, Pedro Gómez, Manolo Bordoy, Paco Pastor... Todos y todas, y otros más, muchos. Y, claro, Teresa y Delfín y aquella cantina que era, no os enfadéis, el verdadero corazón del Ribalta.
Es un privilegio, lo sabéis, ser y sentirse parte, siquiera microscópica, de esta casa. Esa sensación de que algo de ti pervive aquí. Y la convicción cierta de que tu vida arrastra los colores, los olores, las voces y los silencios que compartíamos en aquellas aulas de techos altos y pupitres desvencijados. Aún persiste en mi memoria, como si de hoy se tratara, la fascinación que me producía aquel mapa mural en relieve que veía a través de la ventana de un aula de la planta baja. O el ambiente aformolado del laboratorio de ciencias naturales y sus frascos repletos de vidas muertas. O el crujir de las espalderas en aquel gimnasio que a mí me parecía enorme y en el que Enrique Beltrán nos dió su primera clase.
Acabo ya, directora. Seguid custodiando este templo laico de la enseñanza pública. Sus paredes y, sobre todo, su alma. Y exigidnos a todas y a todos, a las instituciones y a la ciudadanía, que preservemos para siempre este territorio de convivencia, de aprendizaje, de cultura, de vida.