Publicado en Levante de Castelló en octubre de 2009
Leí el otro día en un medio de comunicación a un columnista habitual que la corrupción campa de nuevo sin control por España. Decía el tal opinador que, una vez más, un Gobierno socialista había abierto la espita de la corrupción en nuestro país. Una vez más, porque ya antes lo había hecho bajo la presidencia de Felipe González. Decía que haberlos los hay y que si no, ya estaba el Gobierno para generar falsos casos con la finalidad de torpedear a la derecha. Ya saben, la conspiración del Ejecutivo, el Poder Judicial, la Fiscalía y la Policía para masacrar públicamente a una determinada fuerza política.
Produce rubor ajeno escuchar a estas alturas determinadas aseveraciones. Más les diría: a mí me produce dolor cívico. Porque… ¿no será que bajo determinados gobiernos se persigue con más determinación la corrupción política? ¿No será que algunos gobiernos decidieron renunciar a combatirla? ¿No será que los jueces disponen ahora de más instrumentos legales para actuar contra los corruptos? ¿No será que funcionan los instrumentos del Estado democrático cuando se investigan, se desarticulan y se juzgan las tramas corruptas mejor que cuando se ignoran?
Los hay interesados en que esto no sea así. Pero la democracia, nuestro bien supremo, la argamasa que garantiza nuestro sistema de valores y la práctica de la convivencia cívica, no puede permitir que intereses particulares ilegítimos acaben por desdibujarla. He dicho voluntariamente la democracia. No es sólo una labor del Estado o de la Administración pública, que lo ha de ser con toda la fuerza que le confiere el ordenamiento jurídico. Es una obligación de toda la sociedad, de toda la ciudadanía. Porque a todos interesa que ese espacio público de confrontación y consensos, de construcción de progreso que es la política esté a salvo de quienes no creen en ella más que como instrumento de su propio beneficio.
Miren, hay diversas manifestaciones de la corrupción política. Unas vinculadas a la mala administración, otras a la delincuencia organizada y otras al clientelismo. Todas ellas tienen un común denominador: el desprecio por las formas y la esencia de la política y de la democracia. Los corruptos engañan a los ciudadanos enmascarando la realidad de su ambición desbocada con el celofán del favor. Extorsionan a las empresas para favorecer su trama de intereses. Buscan el descrédito de la política convertida en lodazal de bajas pasiones. Aquí y en todo el mundo. Sin excepción. Por ello los demócratas debemos condenar y erradicar las prácticas corruptas.
El poder no corrompe necesariamente. No. Los ciudadanos deben saber que no es así. Deben saber que, en democracia, la inmensa mayoría de quienes ejercen cargos públicos no son corruptos. No buscan beneficiarse a sí mismos o a los suyos mediante el ejercicio ilegal de ese poder. Por eso hemos de ser radicalmente intransigentes con quienes se conducen de ese modo. Por dignidad cívica y por convicción ética. Porque la democracia basa su fortaleza en la confianza de la ciudadanía en las instituciones que gobiernan la sociedad. Sin confianza, pues, no hay democracia.
Decía Hanna Arendt que la “inocencia” (entendida como autismo político, como falta de compromiso cívico) de las víctimas y los verdugos de Auschwiz hizo posible el Holocausto. Los ciudadanos no podemos mirar hacia otro lado cuando una minoría indecente corrompe los fundamentos de la democracia. La política es ética en sí misma. Y debemos preservarla de quienes en ella ven una forma de medrar ilegítimamente a costa de lo que sea. Esto nos compromete a todos, al Estado y a la sociedad.
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