Pocas situaciones ponen a prueba con tanta intensidad nuestra
capacidad empática, la habilidad emocional y cognitiva que cultivamos los humanos para participar afectivamente de la realidad que envuelve a otros, como las catástrofes colectivas. El impacto que sobre nuestras conciencias tiene el dolor de muchos ante una circunstancia concreta nos conduce, en inicio, a estados de shock compasivo. La mimetización del sufrimiento de otros nos hace vulnerables al dolor propio, genera angustia vicaria. Paso previo a lo empático.
Empatizamos cuando somos capaces de entender esa circunstancia, de conocerla, de asumir el efecto afectivo que provoca sobre quienes la padecen directamente. Y proyectamos ese entendimiento en la búsqueda de alternativas para corregir o paliar la causa del sufrimiento y atender las expectativas de reversión que anidan en las personas afectadas. Por eso
es tan importante la empatía en la política; esta, sin aquella, es mera contabilidad, pura gestión, no es política. Las víctimas del accidente aéreo de los Alpes y sus familias, como las de tantas otras situaciones, exigen cariño, compasión, comprensión y empatía, para mitigar su dolor pero, sobre todo, para recuperar su pulsión vital, su afán por rehacer sus vidas. Ellas y muchas más.
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