Publicado en Mediterráneo en febrero de 2008
No sé qué opinarán los miles de trabajadores extranjeros que se ganan honradamente la vida en los bares y restaurantes castellonenses sobre el diputado Arias Cañete. No sé qué consideración les merece sus gracietas de señorito andaluz sobre los buenos y los malos camareros, la tostada, la manteca colorà, los boquerones con vinagre y el café con leche. Dice este hombre que ahora los camareros ya no son como los de antes; ahora nos atienden con acento extranjero y nos miran con ojos extraños… ¡Malditos inmigrantes!, debía estar pensando: qué chapuceros son estos aprovechados que vienen pidiendo trabajo y nos pagan con tanta ingratitud. Hasta tal punto son ingratos que responden a tanta solidaridad saturando nuestro sistema público de salud para hacerse mamografías o exigir que les receten antibióticos. ¡Si es que no se puede ser bueno con esta gente!
Cañete es un tipo memorable. Un arquetipo, diría yo. Es esa España rancia, negra, xenófoba, machista, deleznablemente clasista que tantos queremos dejar en el pasado. Pero tiene una virtud: dice en voz alta lo que muchos de sus correligionarios piensan y callan por tacticismo electoral.
El Partido Popular nos está vendiendo estos días su oferta en materia de inmigración. Mariano Rajoy nos habla de una especie de contrato de españolidad para luchar contra la poligamia y la ablación del clítoris. Dicen ellos, los populistas, que Zapatero es el culpable de que tengamos tantos inmigrantes; dicen que la política blanda del Gobierno socialista permite a los delincuentes extranjeros campar por nuestra tierra sin temor a nada; dicen que miramos hacia otro lado y que no hemos hecho nada para evitar la existencia de miles y miles de indocumentados en situación irregular.
El problema de Rajoy se llama memoria. ¿Alguien podría confiar en un pirómano que después de ocho años quemando bosques se ofrezca para dirigir la lucha contra el fuego? Miren, los datos son tozudos; tanto que, a menudo, nos evitan extendernos en explicaciones.
En enero del año 2000 había en nuestra provincia 10.326 extranjeros censados. Cuatro años después eran 52.247, ¡cinco veces más! Hagan memoria: Aznar era el presidente del Gobierno y Rajoy su vicepresidente. Y recuerden, también: entre febrero de 2001 y julio de 2002 fue Rajoy el ministro del Interior, responsable de la gestión de extranjería en aquellos tiempos.
Durante esos años se produjeron dos regularizaciones masivas de extranjeros. Regularizaciones en las que estar en posesión de un billete de autobús, de un tíquet de compra en un supermercado o de una receta médica era suficiente para acreditar la estancia e iniciar el expediente de autorización de residencia. Créanme: ni rastro del contrato de españolidad que ahora dicen que van a exigir si gobiernan. Por esta vía regularizaron su situación 12.800 extranjeros en nuestra provincia entre marzo de 2000 y julio de 2001, rechazándose sólo un 16 por 100 de las solicitudes presentadas.
Más aún. A pesar de que más del 60 por 100 de extranjeros censados en nuestra provincia estaban indocumentados (sin papeles) y en situación irregular en ese período, entre enero de 2001 y diciembre de 2003 sólo fueron detenidas en aplicación de la Ley de Extranjería 407 personas. La comparación resulta bochornosa: 2.047 fueron detenidas en los años 2005, 2006 y 2007, a pesar de que este último año más de 40.000 ciudadanos rumanos se convirtieron en comunitarios y quedaron al margen de la aplicación de esa ley. Fíjense: en 2001, con Rajoy en el Ministerio del Interior, se detuvieron en Castellón 2,8 extranjeros por cada 1.000 empadronados. En 2006 fueron 13,9 por 1000.
Estos son los datos. Saquen ustedes las conclusiones. Para mí, el Gobierno Aznar-Rajoy fue absolutamente incapaz de gestionar adecuadamente el fenómeno inmigratorio. No lo hicieron ni en el ámbito de los derechos ni en el de las obligaciones; ni administrativa ni policialmente supieron qué hacer. Tal vez porque sólo veían en la desesperación de los miles de hombres y mujeres que venían a nuestra tierra una extraordinaria oportunidad para incorporar al mercado laboral español mano de obra barata y sin derechos. Ya lo dejó escrito Max Frisch: “Queremos mano de obra, pero nos llegan personas”. Y en eso, en lo de reconocer los derechos de las personas Rajoy anda perdido.
No sé qué opinarán los miles de trabajadores extranjeros que se ganan honradamente la vida en los bares y restaurantes castellonenses sobre el diputado Arias Cañete. No sé qué consideración les merece sus gracietas de señorito andaluz sobre los buenos y los malos camareros, la tostada, la manteca colorà, los boquerones con vinagre y el café con leche. Dice este hombre que ahora los camareros ya no son como los de antes; ahora nos atienden con acento extranjero y nos miran con ojos extraños… ¡Malditos inmigrantes!, debía estar pensando: qué chapuceros son estos aprovechados que vienen pidiendo trabajo y nos pagan con tanta ingratitud. Hasta tal punto son ingratos que responden a tanta solidaridad saturando nuestro sistema público de salud para hacerse mamografías o exigir que les receten antibióticos. ¡Si es que no se puede ser bueno con esta gente!
Cañete es un tipo memorable. Un arquetipo, diría yo. Es esa España rancia, negra, xenófoba, machista, deleznablemente clasista que tantos queremos dejar en el pasado. Pero tiene una virtud: dice en voz alta lo que muchos de sus correligionarios piensan y callan por tacticismo electoral.
El Partido Popular nos está vendiendo estos días su oferta en materia de inmigración. Mariano Rajoy nos habla de una especie de contrato de españolidad para luchar contra la poligamia y la ablación del clítoris. Dicen ellos, los populistas, que Zapatero es el culpable de que tengamos tantos inmigrantes; dicen que la política blanda del Gobierno socialista permite a los delincuentes extranjeros campar por nuestra tierra sin temor a nada; dicen que miramos hacia otro lado y que no hemos hecho nada para evitar la existencia de miles y miles de indocumentados en situación irregular.
El problema de Rajoy se llama memoria. ¿Alguien podría confiar en un pirómano que después de ocho años quemando bosques se ofrezca para dirigir la lucha contra el fuego? Miren, los datos son tozudos; tanto que, a menudo, nos evitan extendernos en explicaciones.
En enero del año 2000 había en nuestra provincia 10.326 extranjeros censados. Cuatro años después eran 52.247, ¡cinco veces más! Hagan memoria: Aznar era el presidente del Gobierno y Rajoy su vicepresidente. Y recuerden, también: entre febrero de 2001 y julio de 2002 fue Rajoy el ministro del Interior, responsable de la gestión de extranjería en aquellos tiempos.
Durante esos años se produjeron dos regularizaciones masivas de extranjeros. Regularizaciones en las que estar en posesión de un billete de autobús, de un tíquet de compra en un supermercado o de una receta médica era suficiente para acreditar la estancia e iniciar el expediente de autorización de residencia. Créanme: ni rastro del contrato de españolidad que ahora dicen que van a exigir si gobiernan. Por esta vía regularizaron su situación 12.800 extranjeros en nuestra provincia entre marzo de 2000 y julio de 2001, rechazándose sólo un 16 por 100 de las solicitudes presentadas.
Más aún. A pesar de que más del 60 por 100 de extranjeros censados en nuestra provincia estaban indocumentados (sin papeles) y en situación irregular en ese período, entre enero de 2001 y diciembre de 2003 sólo fueron detenidas en aplicación de la Ley de Extranjería 407 personas. La comparación resulta bochornosa: 2.047 fueron detenidas en los años 2005, 2006 y 2007, a pesar de que este último año más de 40.000 ciudadanos rumanos se convirtieron en comunitarios y quedaron al margen de la aplicación de esa ley. Fíjense: en 2001, con Rajoy en el Ministerio del Interior, se detuvieron en Castellón 2,8 extranjeros por cada 1.000 empadronados. En 2006 fueron 13,9 por 1000.
Estos son los datos. Saquen ustedes las conclusiones. Para mí, el Gobierno Aznar-Rajoy fue absolutamente incapaz de gestionar adecuadamente el fenómeno inmigratorio. No lo hicieron ni en el ámbito de los derechos ni en el de las obligaciones; ni administrativa ni policialmente supieron qué hacer. Tal vez porque sólo veían en la desesperación de los miles de hombres y mujeres que venían a nuestra tierra una extraordinaria oportunidad para incorporar al mercado laboral español mano de obra barata y sin derechos. Ya lo dejó escrito Max Frisch: “Queremos mano de obra, pero nos llegan personas”. Y en eso, en lo de reconocer los derechos de las personas Rajoy anda perdido.
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