La gente de mi generación vivimos nuestra socialización política con Adolfo Suárez en La Moncloa. Teníamos 14 o 15 años cuando el rey le encargó pilotar el tránsito hacia una democracia sobre cuyo alcance final había entonces muchas dudas. Me acuerdo perfectamente del cambio que supuso para mí la sustitución del gesto criminal de Arias Navarro por la sonrisa abierta de aquel joven falangista de maneras corteses, moderno y con la ambición suficiente para emprender la transición. Suárez lideró un tiempo esencial para la recuperación de las libertades secuestradas por el franquismo. No hubiera permitido la caverna que fuera alguien de la otra España quien lo hiciera; era él, que venía de las tripas del régimen, y que tenía la convicción, la decencia y la valentía necesarias para ello, el que podía poner cara a la Transición con mayúsculas. Y con él muchos otros, millones hasta en el último rincón del país. Porque la demolición de la dictadura y la construcción de la democracia fue una obra colectiva, un proyecto compartido, una partitura coral que Suárez supo interpretar con gran habilidad. Gracias a él y a quienes con él lucharon por traer la democracia, y a quienes lo hicieron antes que él, y a quienes no han dejado de hacerlo después. La identidad de un país, la dignidad de su sociedad se levanta también en torno a mausoleos laicos de hombres y mujeres ilustres que supieron entender la voluntad de sus compatriotas y liderar la apertura en busca del futuro. Adolfo Suárez está ahí.
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