20 años arzobispo de Madrid, 12 como presidente de la Conferencia Episcopal de España y toda una vida dedicada a la política desde la iglesia católica. Antonio María Rouco ha dejado su empleo en la archidiócesis madrileña meses después de renunciar a la presidencia de los obispos españoles. Soy ateo pero me importa lo que ocurra en esa organización tan influyente en la vida de mi país. Y espero, no con gran convencimiento, que la desaparición de este hombre de la primera línea del escenario público contribuya a que la jerarquía eclesial católica renuncie a su activismo partidario. Rouco ha sido, ante todo, unos de los más montaraces líderes de la derecha española del último cuarto de siglo. No ha tenido el más mínimo rubor institucional en vincular a la organización que dirigía con las posiciones más obscenamente retrógradas del ultramontanismo patrio. Lideró de facto a la derecha política contra las reformas modernizadoras de Zapatero, uniendo sotanas y visones en las calles frente a los más esenciales derechos de ciudadanía. Homófono y misógino, arremetió indecentemente contra la libertad de las mujeres y la diversidad sexual. E hizo de la insumisión ante la formación para la ciudadanía causa de identidad política. Nunca, más allá de declaraciones menores, manifestó solidaridad y empatía hacia las víctimas de la crisis o de la injusticia social. No sé qué pensarán los católicos mayoritariamente; sé lo que piensan algunos. El rouquismo, el de Rouco y de muchos que lo alentaron, ha sido una muy mala experiencia para nuestra sociedad. Urge ya hacer lo que debiera haberse hecho bajo el último gobierno socialista y no se hizo: la laicización plena del Estado. Para que nadie, ni roucos ni varelas, se crea estar por encima de él.
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