300 personas han muerto hace unas horas cerca de Lampedusa. Huían de la misería, de la guerra, de la intolerancia y fueron tragadas por el Mediterráneo. 3 500 murieron el pasado año cruzando nuestro mar común para llegar a la Europa prometida. 40 000 desde el año 2000. Terrible. Miles de sueños engullidos por las aguas que vemos cada día amanecer. Como ninguna otra en este mundo desigual, la frontera sur de la Unión se ha convertido en el muro contra el que rompen olas de vida, clamores de justicia, miradas de esperanza. Un rumor constante de gritos de angustia, sollozos de niños que mueren antes de entender las razones de su desdicha. No hay vallas ni espinos que frenen el ansia de dignidad. Ni más vallas ni más espinos lo harán. Hace unos años, aquí, un gobierno decidió que la diplomacia y la coooperación política y económica con los países de origen era la mejor opción para comenzar un nuevo tiempo. Ya nada queda de aquello. Sólo ojos asustados a bordo de lanchas de papel mojado. España, Italia, Europa... ¿qué hacer ante tanto dolor?
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