Ecuché a Jordi Évole decir en un programa televisivo en relación con el nuevo gobierno griego y su pulso para reorientar la relación de ese país con sus acreedores europeos que por fin ahí había un gobierno legítimo apoyado por su pueblo frente a poderes ilegítimos no elegidos por nadie. El deseo de que el cambio griego contribuya a cambiar las prioridades políticas en Europa no puede llevarnos a perder el sentido de la realidad. Tsipras está tan legitimado por los votos de quienes lo eligieron como Merkel, Holande o Cameron en sus respectivos países. Los electores y las electoras votaron en Alemania o en Italia valorando sus intereses, como lo hicieron en Grecia. El debate no puede plantearse en términos de legitimidad democrática, por mucho que determinados planteamientos nos resulten más próximos o veamos en ellos mayor razón. De ser así los cambios de postura que la realidad va forzando en el programa con que Syriza llegó al gobierno hace apenas tres semanas acabarían por cuestionar su legitimidad. Y eso no debe ocurrir. Tsipras y Varufakis están intentando lo que otros hicieron, con igual legitimidad: ganar tiempo en beneficio de su gente, conseguir las mejores condiciones para que el peso de la deuda no estrangule la capacidad de generación de riqueza de la sociedad griega y garantizar la autonomía decisora de sus instituciones democráticas para acometer los cambios profundos que precisa Grecia. No lo tienen fácil, como otros antes tampoco lo tuvieron, allí o aquí. No conseguirán todo aquello por lo que fueron votados, pero si gobiernan con decencia y honestidad no debe ser cuestionada su legitimidad. Ni la suya ni la de otros. De lo contrario seguiremos alimentando la serpiente y escapando de la realidad. Y esta es tan sumamente compleja que no admite simplificaciones.
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