Acostumbrados como nos tienen los emplasmados a hablar de la herencia recibida de Rodríguez Zapatero (tiempo habrá en este país, espero, de poner negro sobre blanco qué heredaron y qué van a dejar en herencia los rajonianos) resulta interesante constatar lo esquivos que son respecto de la radiotelevisión pública. En 2011 RTVE era referencia de pluralidad y calidad informativa en este país. Unos informativos líderes en solvencia, credibilidad y seguimiento ciudadano, crecidos en un nuevo modelo de gestión pública que permitió superar el gubernamentalismo instalado durante décadas. Sólo con recordar qué eran entonces los telediarios de Lluís Motes en Canal 9 y de Pepa Bueno en TVE identificamos con claridad palmaria dos formas radicalmente distintas de entender el papel de los medios públicos de comunicación. Y dos maneras irreconciliables de interpretar la política y la acción de gobierno. Aquella RTVE, la de 2011, era el fruto de la decisión política del Gobierno de Zapatero de renunciar al poder partidario de la televisión en beneficio de la calidad democrática de la sociedad. Como era aquella RTVV la consecuencia de la voluntad antidemocrática de los gobiernos derechistas valencianos. Hoy la primavera radiotelevisiva auspiciada por el último gobierno socialista (pasto, no olvidemos, de un implacable acoso desde el conglomerado mediático empresarial) ha dejado paso a una corporación mediatizada de nuevo desde La Moncloa y Génova y abandonada por la audiencia. Un altavoz más de la propaganda impuesta desde el poder absoluto popularista. Ahora, ya sabéis el estribillo: descrédito, desafección, implosión y liquidación. Eso es lo que espera a la que fuera la televisión de todos, convertida en terminal mediática de unos pocos. Los valencianos y las valencianas lo sabemos muy, pero que muy bien.
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