Tras lustros de andar juntos y revueltos, la comunidad de intereses que cimentó la alianza entre el empresariado valenciano y el poder político popularista muestra signos de agotamiento. Ayer toda la cúpula empresarial valenciana salió en tromba contra el ninguneo de Rajoy y Montoro hacia la Comunitat. Y, de paso, contra la campaña para reavivar el anticatalanismo en esta tierra puesta en marcha por Alberto Fabra. No es la primera vez que los dirigentes empresariales levantan la voz contra el Gobierno de España por lo que consideran discriminación inversora hacia el País Valenciano. Lo hicieron sistemáticamente en la época de Zapatero, cuando los presupuestos generales del Estado destinaron más inversiones que nunca a la Comunitat, pero lo hacían entonces cacofónicamente liderados por Francisco Camps y contra un gobierno socialista al que se atribuían todos los males. Ahora, constatada la renuncia de Rajoy a afrontar un nuevo marco de financiación para la Generalitat y contabilizada la dramática reducción de las inversiones estatales en infraestructuras vitales para el desarrollo valenciano, alzan la voz poniendo también en cuestión la forma de hacer las cosas desde el Consell. El deterioro galopante de la reputación y la imagen de la Comunitat, envilecida por tantos y tantos desmanes (a los que no han sido ajenos algunos de quienes ahora gritan tras años de silencio cómplice), y la quiebra de facto de nuestra Hacienda pública sumida en el marasmo de la incompetencia más absoluta comienza a resquebrajar el pacto de hierro sellado en tiempos de Zaplana. Ni siquiera el espantajo anticatalanista, un clásico de la agitación política del populismo valenciano recuperado por Fabra, es secundado ahora por quienes recordaron ayer que Cataluña es nuestro principal cliente. No es un divorcio, lo sé, pero sí una crisis profunda en este matrimonio durante tanto tiempo tan bien avenido.
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