Uno no puede sentirse bien sabiendo que a esta hora miles de niños y de niñas palestinos en Gaza escuchan el ruido atronador de las explosiones de los misiles de Netanyahu junto a sus casas. Uno no puede sentirse bien imaginando el terror en la mirada de sus padres esperando a que el próximo obús caiga lo más lejos posible de su vivienda. Uno no puede sentirse bien pensando en el dolor infinito de las abuelas y los abuelos de la Franja, perdedores de mil batallas, conocedores de la brutalidad del ejército israelí en sus campañas de represalia y venganza. Uno no puede sentirse bien escuchando, otra vez, otra vez más, los partes de bajas civiles, niños, padres, abuelos palestinos, ejecutados vilmente víctimas del odio. Uno no puede sentirse bien no haciendo nada tras tantos años de indignidad, de salvaje indecencia. Sí, sé que esta, como cualquiera, no es una historia de buenos y malos, pero no puedo aceptar la equidistancia cuando un pueblo es colectivamente masacrado, humillado, condenado a renunciar a su felicidad durante décadas. Ahora, en algún lugar de Gaza, seguro que hay un grupo de chavales chapoteando en la orilla del mar, de nuestro mar, jugando con el agua, la misma agua en la que se bañarán esta mañana nuestros hijos. Niños y niñas a los que une el mar y separa la vida. No, no puedo sentirme bien, lo lamento.
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