Este año se han cumplido 30 desde que los científicos franceses, Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier descubrieran el virus del SIDA. Habían pasado ya cinco de las primeras muertes por una enfermedad hasta entonces desconocida que minaba las defensas del organismo provocando el deterioro galopante y la muerte de los afectados. Para la gente de mi generación el SIDA fue entonces sinónimo de dolor y también de discriminación, de temores atávicos, de anatemas indignos contra ciudadanos y ciudadanas víctimas de una doble enfermedad: la que desarrollaba la expansión del virus en sus entrañas y la que anidaba en la insolidaridad de una sociedad asustada ante lo desconocido. Ahora, visto desde la perspectiva del tiempo, ha sido también ejemplo de lo que la ciencia, la educación, la pedagogía pública y las políticas sanitarias pueden hacer por la ciudadanía. El SIDA ha pasado a ser en nuestro entorno una enfermedad crónica con un reducido índice de mortandad desprovista del halo de indignidad que rodeaba a sus portadores hace apenas unos años. Persisten resquemores infundados y actitudes patológicamente obtusas, pero el cambio en su tratamiento sanitario y social ha sido notable. Es cierto, no obstante, que son muchos y muchas los que padecen el dolor y el estigma en muchas partes del mundo, amparados en prejuicios religiosos y sociales que deben ser radicalmente combatidos. Y no es menos cierto, también, que lo mucho avanzado en estas décadas en nuestra sociedad puede verse comprometido por la reducción de los programas públicos destinados a ello. No debemos renunciar ni a lo conseguido aquí ni a lo mucho por conseguir fuera de aquí. Por la dignidad de quienes los padecen y por la prevalencia de nuestros valores de solidaridad y de justicia. Hoy es el día mundial de la lucha contra el SIDA. Que lo sean todos los días. Salud y buena semana.
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