El último barómetro autonómico del Centro de Investigaciones Sociológicas, publicado el viernes pasado con datos recogidos hace más de medio año, muestra a los valencianos como los españoles más preocupados por la corrupción. De mucho. Casi una quinta parte de los encuestados pusieron la corrupción entre sus principales preocupaciones, mientras que para el conjunto de España no representan siquiera el 6 por 100 de la población estudiada. Brugal, Gūrtel, Emarsa, Fabra, Noos... y tantos otros casos han situado a la Comunitat Valenciana en el epicentro de la corrupción patria. Y así lo percibe una parte considerable de la ciudadanía, harta de tanta tropelía, tanto aprovechado y tanta desvergüenza. El otro día me decía un concejal derechista de mi pueblo que la culpa del descrédito generalizado la tiene la oposición por hablar con tanta imprudencia y tan poco disimulo de la indecencia enquistada en el PP valenciano. Es lo mismo que repite el otro
Fabra (el president) una y otra vez: el responsable no es quien roba sino quien denuncia el robo por hacer que se sepa, quiere decir nuestro Molt Honorable. Y así andamos, sin capacidad ni voluntad para amputar los miembros putrefactos y dejando que la enfermedad declarada extienda el rigor mortis por todo el país. A estas alturas ya ni siquiera es noticia que el
New York Times incluyera en su última edición dominical un reportaje sobre la corrupción en España personalizándola en
Carlos Fabra. Ni saben, ni pueden, ni quieren acabar con todo esto. Es parte de su ser. No es algo consustancial al sistema, a la democracia, no. Es su forma de medrar en el sistema, prostituyendo la democracia. Y si no acabamos con los corruptos, acabarán ellos con todos nosotros y con nuestro futuro.
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