La violentas revueltas que vienen produciéndose las últimas semanas en los suburbios de Estocolmo manifiestan las profundas tensiones que están acumulándose en Europa en este cambio de tiempo histórico que vivimos. Que en una de las patrias de la igualdad, referencia del Estado social y de la democracia avanzada durante décadas, los jóvenes inmigrantes de los barrios más deprimidos de las grandes ciudades se expresen con esa virulencia contra el estado de cosas existente ilustra sobre dos cuestiones esenciales: una, el coste de la creciente desigualdad que se expande sin freno por toda Europa; y dos, las dificultades que estamos teniendo los europeos para transitar desde la democracia industrial, que alumbró el más prolongado período de prosperidad del Viejo Continente, a formas de convivencia más inclusivas, más participativas y más imaginativas en un mundo declaradamente multipolar. Jóvenes de familias inmigradas, en desempleo, víctimas de altas tasas de fracaso escolar, con poco que hacer y nada que ganar, estabulados en ghettos periféricos, sin expectativas de futuro... en Estocolmo, como fue en Londres o París o en tantas otras ciudades europeas. Hace unos meses, la OCDE certificaba en un informe que Suecia era el país, de entre los 34 estados miembros de esa organización, donde más habían crecido las desigualdades desde 1995. Europa necesita reinventarse. Lo necesitamos las distintas sociedades europeas, también el rico e idealizado norte. Y lo necesita la Unión. Las múltiples fracturas generacionales, sociales, nacionales, políticas y económicas que atraviesan nuestro pequeño continente lo exigen.
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