Leo hoy en Valencia Plaza que "Las concesionarias de servicios públicos [de las administraciones valencianas] reciben una avalancha de currículum de altos cargos". Tal es el convencimiento entre la dirigencia popularista del cambio de situación política que se avecina en la Generalitat. No hay semana que no dimita una secretaria autonómica o un director general del organigrama del Consell. Y tienen legítimamente derecho a buscarse el modo de continuar con su vida laboral más allá de los cargos ocupados hasta ahora, en algunos casos durante lustros. Otra cuestión será las responsabilidades que deban afrontar por su mala gestión o a raíz de eventuales malas prácticas, si las hubiere. Lo que no parece legítimo es que esa actividad profesional postcargo se desempeñe en empresas concesionarias de la misma Administración en la que hasta ahora prestan o han prestado sus servicios. Máxime si esa Administración se ha caracterizado por un altísimo grado de discrecionalidad en la adjudicación de tales concesiones y si ellos han participado en la toma de esas decisiones. Ocupar un cargo público no puede cegar el desarrollo profesional de nadie, por supuesto. Pero debe ser radicalmente incompatible con el trasvase obsceno de directivos entre las administraciones y las empresas cuyos beneficios dependen de la concesión de servicios públicos. No es exclusivo de la Comunitat, ni siquiera de España. Ocurre también en las democracias de nuestro entorno. Y no sólo para los altísimos cargos; las puertas giratorias de ida y vuelta funcionan también en niveles intermedios. Haber tenido responsabilidades públicas no puede estigmatizar a nadie, es un principio democrático básico. Pero tampoco puede abrir puertas discrecionalmente por el mero hecho de haberlas asumido, y menos aún si del pomo de esas puertas cuelga un cartel que dice "empresa concesionaria de servicios públicos".
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