En menos de una semana más de millón y medio de personas han expresado en las calles de Madrid y Barcelona su rechazo al estado de cosas existente. Por razones aparentemente diversas, pero con una fuerza profunda concurrente, ciudadanos y ciudadanas de toda España manifiestan a diario su disgusto por cómo se están afrontando sus problemas. Es un movimiento heterogéneo, difícilmente identificable bajo una única bandera, con aspiraciones a menudo contradictorias, pero que ponen voz al hartazgo de una ciudadanía asustada por un futuro que ve cada vez más lejano. Cometerá un grave error el Gobierno y su partido si, amparándose en lo que llama la mayoría silenciosa, decide ignorar el sentir de quienes se movilizan a diario. También el PSOE y el resto de fuerzas políticas y sociales si no aciertan a interpretar adecuadamente el sentir de una parte creciente de la ciudadanía. Porque no se trata sólo de alegrar el oído de quienes lloran por lo que fuimos y no volveremos a ser sino de recrear la ilusión por el futuro, de refundar las bases de la confianza del pueblo con la democracia, de propiciar una corriente de cambio profunda y sólida entre la ciudadanía que lidere el tránsito a un nuevo modelo de convivencia y de crecimiento. Un tiempo en el que el rigor del vivir no se convierta en un rigor mortis.
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