El ministro socialista francés Manuel Valls se equivoca gravemente. Se equivoca también el presidente Hollande al dar cobertura a los dichos y los hechos de su ministro en materia de inmigración. El anatema público contra los ciudadanos gitanos inmigrados desde la Europa oriental a la Francia republicana y la insensible ejecución de la legislación a la muchacha Leonarda, detenida ante sus compañeros de clase para ser expulsada del país junto a su familia, han provocado el natural rechazo entre los progresistas galos y europeos. A nadie se le escapa la dificultad de la gestión de la inmigración en la vieja Europa y la necesaria aplicación de políticas que regulen los flujos migratorios. Nadie duda de la relación de ese fenómeno con la vigencia de discursos xenófobos y fascistas entre los sectores más vulnerables de nuestras sociedades. Pero el socialismo democrático debería saber ya a estas alturas que es en la pedagogía política donde encuentra una sus debilidades más determinantes. Abrazar la demagogia para contrarrestar el reforzamiento de la ultraderecha no hace sino retroalimentar a la bestia y desdibujar dramáticamente el sentido de una acción política de izquierdas, su compromiso con la decencia, la solidaridad y la justicia. No creo en la visión naif que algunos pretenden de la cuestión migratoria pero menos creo en quienes investidos de autoridad política y moral para liderar con sensibilidad la vida colectiva renuncian a ella para seducir a los enemigos de la convivencia.
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