Europa vive su momento más difícil desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El fantasma del miedo, de la desconfianza y de la incertidumbre se ha adueñado de la que hasta hace muy poco tiempo era la tierra prometida de la prosperidad y la cohesión social. Es la Europa del sur, pero también la atlántica y, cada vez más, el rico norte. La imposición, desde comienzos del año 10, de curas de adelgazamiento extremo como antídoto contra la crisis ha conducido a la Unión a un estado comatoso que no parece encontrar su fin. Europa se desangra, así en lo económico como en lo político y en lo social, y nada de cuanto se dice hacer para recuperar sus constantes vitales ofrece garantías de futuro. Es cierto que el cambio de paradigma que vivimos en nuestro mundo exige de los europeos más esfuerzos y cambios profundos en nuestro modelo de vida. Pero no lo es menos que el camino elegido por la coalición del gran capital continental para hacerlo está conduciendo al degolladero a la gran mayoría. Las izquierdas europeas tienen la obligación histórica de superar discursos y políticas nacionales para articular una respuesta viable en clave también continental. Y no sólo para defender lo que fuimos, también para alumbrar nuevos caminos de futuro en Europa. Lo contrario es la zozobra más absoluta, es el eurocidio, el suicidio de Europa.
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