La abdicación ayer del rey abre un escenario nuevo que debiera ser aprovechado para recomponer y actualizar el maltrecho andamiaje institucional que soporta nuestra democracia. La abdicación debiera ser un hecho normal en una monarquía constitucional. La anormalidad viene en este caso del rosario de circunstancias turbias e indecorosas que han adornado los últimos años del reinado de Juan Carlos de Borbón. Su discurso ayer, en el que hablaba de nuevas generaciones y nuevos tiempos sin aludir a las causas del deterioro de la imagen pública de la institución que representa por encargo del pueblo soberano, no aportó nada positivo. Creo en la superioridad política de la república como forma de organización de la sociedad pero nunca he hecho de ello causa máxima convencido como estoy de que monarquías constitucionales como las escandinavas o la holandesa o la británica han sido compatibles con el desarrollo de sociedades eficaces en la lucha contra la desigualdad y en favor de la libertad de sus pueblos. También aquí. La quiebra de las hechuras institucionales que vive este país, no obstante, y la creciente brecha que separa la oficialidad de la realidad de la calle exigen de respuestas que devuelvan la confianza a la gente. Síganse las previsiones constitucionales al efecto de la sucesión en la figura de Felipe de Borbón. Y ábrase a continuación, y sin dilación, un profundo proceso de revisión, reforma y actualización del pacto ciudadano del que emana el Estado y la democracia. En proceso constituyente o no, pero hágase. Sin espacios vetados para el debate. El único soberano es el pueblo.
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