La democracia exige de los actores políticos una gran capacidad pedagógica. Las decisiones, los posicionamientos, las actitudes deben ser comprendidas por la ciudadanía para que tengan los efectos que con ellas se pretenden. No es suficiente con la convicción de unos pocos; es imprescindible que esa determinación sea compartida con la gente, sea explicada y argumentada para su validación por la sociedad. Esa exigencia es mucho mayor para la izquierda, que no cuenta con la complicidad y la connivencia de los grades grupos mediáticos para trasladar sus propuestas; o que, directamente, padece la aminadversión explícita de algunos de ellos empeñados en tergiversarlas o, simplemente, acallarlas. Por ello es vital para los y las progresistas implicarse radicalmente en la explicación de sus políticas, sabiendo que queremos otro mundo pero un mundo que debe ser querido también por la mayoría de nuestros conciudadanos. Nuestra forma de vida, nuestro quehacer diario, nuestras maneras así en la vida pública como privada forman parte esencial de nuestra capacidad discursiva. Nada nos daña tanto como proclamar la verdad y esconder la realidad; exigir ética a los demás y convertir en pura estética nuestros comportamientos; defender lo público para recurrir a lo privado; hablar de democracia y justificarnos a nosotros mismos su devaluación. Ser socialista es una forma de ver el mundo, la sociedad, el futuro, pero sobretodo es una manera de ser y estar ante la vida. Es una exigencia de compromiso ético hacia los demás. Ese es el punto de partida para vencer convenciendo en la brega electoral. Y para gobernar en beneficio de la mayoría.
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