Llevo muchos años pensando que la obsesión por la vivienda en propiedad es uno de los principales problemas de la sociedad española. Una obsesión alimentada desde el franquismo y que no ha dejado de incentivarse durante la democracia. Y que ha llegado al paroxismo durante la década de la burbuja. Somos el país con mayor porcentaje de propietarios de viviendas de Europa y uno de los mayores del mundo. De primera y de segunda residencia; uno no es nada si vive de alquiler y casi nada si no cuenta con un apartamento de verano. Ahora la crisis nos muestra el coste de esa realidad en toda su crudeza. Pero fue también una debilidad en tiempos de bonanza. ¿Cuántos centenares de miles de millones se euros han destinado las familias españolas a saciar ese apetito? ¿Cuántos proyectos empresariales de futuro han carecido de financiación por ello? ¿Cuántas familias han renunciado a la formación de sus hijos creyendo que lo mejor que podían hacer por ellos era legarles un piso en propiedad? ¿Cuántos han dejado de aceptar oportunidades laborales por no dejar la casa en la que han invertido todos sus ahorros? Hoy vemos el mundo caerse a pedazos a nuestro alrededor desde el balcón de nuestra casa. ¡Al menos tengo mi casa!, pensamos. Y lo cierto es que sólo tenemos en propiedad el pasado.
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