La noche del pasado miércoles Kimberly McCarthy era ejecutada en Texas. Se convirtió así en la víctima número 500 del Estado tejano desde el restablecimiento de la pena de muerte en 1976, y en la que hacía 1.336 en los Estados Unidos. Otros 3.125 condenados y condenadas esperan en los corredores de la muerte de las prisiones de los 36 estados adictos al homicidio legal. La mayor parte de ellos negros e hispanos procedentes de barrios marginales, carne de cañón de esta sociedad de usar y tirar que perpetúa la indecencia de la pena capital. Kimberly había asesinado a su vecina con violencia inusitada y merecía su castigo por ello. Y es claro que el dolor de sus víctimas ha de ser compensado. Pero una sociedad que precisa recurrir a la venganza del ojo por ojo para restituir el sosiego a quienes sufren por la violencia ajena es una sociedad enferma. A menudo oímos entre nosotros argumentos sobre la conveniencia de incorporar el homicidio legal para castigar a quienes dañan atrozmente a alguno de los nuestros. No es un debate ajeno a nuestra sociedad, por más que aparezca alejado de la luz pública. Los corredores de la muerte en los Estados Unidos, y más aún en otros lugares con menores o ninguna garantías jurídicas, son crisol de miles de experiencias de marginaciones vividas, de fracasos sufridos, de miserias compartidas, de llantos incomprendidos. No podemos renunciar a seguir exigiendo de quienes tienen la autoridad y la fuerza de la ley en una sociedad por tantas otras cosas admirada que acaben ya de una vez con esta abominación y se sumen a quienes en el mundo luchan por su erradicación.
Antigua cámara de gas convertida en cámara de inyección letal. California Department of Corrections and Rehabilitation. Dominio público |